Palabras con sobrepeso

Sin duda existen palabras cuyo significado supera en volumen al propio recipiente.

Quisiera evitar subirme al análisis semiótico porque termina dejándome en una parada muy lejos de casa pero, sintetizando y como ya he manifestado en este mismo espacio: para mí la palabra es una caja. El contenido de esa caja es el significado.

Entonces, lo que digo es que a menudo el contenido supera las dimensiones de la caja. El cartón empieza a engordar, a hincharse, a resquebrajarse, hasta que desborda. El resultado puede ser un enchastre de lágrimas, de poesía, de locura.

Una palabra que resulta paradigma de esta teoría es “adiós”.

Este aparentemente inofensivo quinteto de fonemas constituye un verdadero desafío a la hora de batir la lengua. Pareciera que la campanilla se rebelara ante la posibilidad de oxigenarla y la garganta la retiene en su vientre a tal punto que el aire que la palabra transporta inicia una carrera desesperada hacia el hoyo más cercano, que suelen ser los ojos o la nariz...

“Adiós” admira de soslayo la virtud de la libertina “hola”, que sale y se pasea a cada hora, coquetea con idéntica licencia en supermercados como en chats, en largas disertaciones como en romances furtivos.

“Hola” es facilísima. Pero quien quiera “adiós”, que le cueste.

En “adiós” confluyen sensaciones y elucubraciones tan dispersas como comprometidas, análisis, tristezas, suposiciones, y hay poca boca que aguante. Articular un “adiós” produce dolor de panza, hincha la vista, atora el garguero.

A veces parece mejor dejarla adentro, ni siquiera pensar en ella. El problema es que “adiós” asoma su nariz una y otra vez, al otro lado del cristal en las estaciones de ómnibus o en las salas de espera, en un abrazo, o en una llamada que no se sabe que es la última.

“Adiós” se queda en la calle opuesta a la voz, en la dimensión subvocal del pensamiento y destrabarla requiere habilidad de prestidigitador. Así es como la mayoría de las veces, cuando el “adiós” soporta la sentencia de lo definitivo, las personas prefieren desterrarla a la ignominia, masticarla para sí en algún rincón poco iluminado del alma y aguardar a que sea el tiempo quien, en silencio, se atreva a pronunciarla.

Guillermo Imsteyf