Palabras como números (2da. parte)

Para mí, sin querer, las palabras son como números.

Estoy genéticamente imposibilitado para despejar la “x” en una ecuación y sin darme cuenta concibo al lenguaje como un terreno donde batir mi revancha personal contra las matemáticas. Pero, cuando me largo a tejer palabras, me aventuro a un punto tan complicado que me enredo. Quiero tal precisión que finalmente arrojo palabras como si fuesen resultados o, mejor aún, como si fuesen movidas de ajedrez.

Las arrojo babeadas de raciocinio, desmenuzadas, profundas, agobiadas. Por eso admiro a quienes desperdigan palabras con simplicidad, como si fuesen mariposas o flores, olvidan cualquier anclaje con el símbolo, la rima o la métrica y logran emocionar, conmover, comunicar, aún cuando, finalmente y en el lecho de su letra, subyaga la contundencia del lenguaje.

Para mí, entonces, el acto de escribir importa un significativo consumo de energía extendido en una dilatada porción de tiempo, la incursión a un laberinto cuadriculado, exacto, lógico. Y pierdo. Me pierdo. Quiero expresarme con precisión, con la puntería de un arquero olímpico, quiero escribir como dictado por un metrónomo, quiero hallar la palabra exacta para cada cosa y, en ese afán, hilar una oración puede consumir un milenio.

Cuando el agobio me abate incluso antes de desenvainar, es cuando sobrevienen los fractales; esas piezas de surrealismo que brotan a menudo, esos pedazos de sinsentido alegórico que me abren los poros, que me permiten afirmar rápidamente cuestiones complejas y aunque nadie vea en el fractal una certeza ni una verdad desnuda, ellos me dejan respirar por un rato.

Arrojo un fractal y me quedo mirándolo, al derecho y al revés, preguntándome por qué nacen más fractales que textos sensatos, hasta que descubro la parábola vital: el fractal es el fruto prohibido del idilio que una vez se atrevieron a consumar el azar y las matemáticas.

Allí mi revancha.

Guillermo Imsteyf