La Plaza


Buenos Aires, 24 de marzo de 2010: La Plaza ya era de todos.

Mi llanto es escaso, solitario y melancólico. Lloro poco, lloro solo y por cosas viejas. Convoco viejos dolores y viejas tristezas cuando lloro. Llorar ante la mirada de otros es en mi caso un evento altamente improbable y absurdo. La última vez que lloré así fue cuando mi hermana Carolina cumplió 15 años y eligió mi mano para ingresar al salón donde esperaban los invitados. Al traspasar la puerta y dejarla ir me largué a llorar con desconsuelo. También allí lloraba por cosas viejas, lloraba por todos los años que había pasado lejos de ella, por no haber podido llevarla en brazos cuando niña, por no haberla abrazado más.

El pasado se me junta cuando lloro, aquello triste que puebla mi pasado. La convicción de que esa característica habitaba en la genética de mi llanto se desbarató el 27 de octubre de 2010.

Cuando aquella noche por calle Reconquista ingresé a la Plaza de Mayo y me sorprendió de pronto la gritería de una multitud caliente algo nuevo se reveló. Empecé a llorar, pero extrañamente las lágrimas no se correspondían con ningún recuerdo ni antigua tristeza. Un llanto indescifrable para mí, un llanto nuevo e impúdico frente a miles de desconocidos. No me perturbó ni avergonzó, y mientras caminaba con la neblina a la altura de los ojos me fui preguntando a qué se debía el llanto de un tipo al que lo conmueven cosas que ya caducaron.

Por una cuestión de buenas intenciones familiares, desde niño la política sobrevoló mi imaginario como una especie de figura romántica y aunque siempre procuré protegerla bajo la definición de interés en el bien público a la manera socrática, la realidad francamente hacía muy difícil la materialización de aquél entusiasmo de papá y mamá. Siendo yo muy pequeño me habían llevado a multitudinarios actos de cierre de campaña cuando la reapertura democrática, pero tanta esperanza nunca pudo condecirse con lo que vino después: Obediencia Debida, Indulto, Hiperinflación, Relaciones Carnales, discursos grandilocuentes y ostentación, frivolidad mientras recorte y ajuste, dolarización, FMI, Deuda Externa, dependencia, privatizaciones. Con dolor y culpa era inevitable para mí sentir que las palabras de papá y mamá formaban parte de un sueño mal soñado, como el que uno tiene en la siesta, donde al despertar no sabe si lo que viene es la mañana o la noche.

La lógica del individualismo copó las casas y plaza fue sinónimo de peligro, multitud de represión: asistir a una marcha era asumirse objetivo de las balas policiales, de bombas lacrimógenas, de Montada, de corridas. La cultura política implicaba desconfiar de todo y de todos, sacar ventaja ante la primera de cambio; político se igualó a ladrón, Estado a corrupción y democracia a dominio corporativo pero sobre todo a desesperanza.

La realidad política penetraba en el lenguaje como un cuchillo y se apropiaba de las verdades. Verdad era que toda participación ciudadana se limitaba al cuarto oscuro, que el de las elecciones era un día perdido, que los jóvenes estaban en cualquiera, que no hacía falta esforzarse para alcanzar el éxito, que los marginados lo serían por siempre y a cambio de ese status el único que podía caberles era el de delincuentes.

Con esas verdades crecí aunque en las reuniones familiares volvieran a enardecerse los ánimos con evocaciones a una época, a una épica y a una teoría tan fascinantes como distantes y ficticias.

La mañana del 27 de octubre de 2010, al ver el videograph del noticiero pensé que todavía seguía durmiendo. Luego la realidad me tiró el televisor por la cabeza y me soldó los pies al suelo. Largo rato quedé mudo con las manos en la boca y mirando hacia otro lado, como seguro de haber leído un horror inevitable y con la certeza de no querer leerlo más: “Falleció Néstor Kirchner”.

Mi primer pensamiento lo dediqué a Cristina, a esa mujer que admiro y me provoca un orgullo inesperado. [Desde que tengo memoria los discursos de dirigentes políticos me resultan todos más o menos iguales; según quien lo lea o pronuncie pueden parecerme más o menos complejos, enredados, vacuos o aburridos. Pero cada vez que encuentro a Cristina hablando frente a una pequeña o gran multitud, no puedo dejar de oírla. Cristina es la primera dirigente que me detiene a oír los discursos, y eso significa llenar de valor las palabras.] Pensé en ella cuando el televisor escupió esa nueva y absurda verdad.

Y en los días que siguieron he podido atestiguar cómo mi llanto, este llanto nuevo, es el mismo llanto nuevo de muchos otros que jamás lloraron, que jamás marcharon y que estupefactos están hoy por conmoverse, cosa ridícula, por la partida de un líder político. Hoy les sucede eso que a algunos les contaron sus padres o abuelos que sucedió alguna vez en una parte lejana y en blanco y negro de la Historia. Pero la sorpresa no acaba allí, porque mi llanto es también el llanto de quienes ya han llorado mucho y bien podrían tener los ojos secos de tanto dolor, sin embargo vuelven a La Plaza y lloran por este a quien también consideran su hijo. Y yo estoy ahí, y allí es donde siento que pertenezco.

Nunca lloro, pero lloré y he podido desmenuzar mi llanto en un nuevo significado. Esta vez no hizo falta que las cosas tristes de mi pasado se amontonaran. Este llanto está lleno de presente, mira para adelante y es mi deber honrarlo quitándole el pudor de encima porque no es para guardar en una caja, para quedármelo, para enjugarlo, para ocultarlo. Este llanto es para dejar verter, para tapar el miedo con neblina, para limpiarse los ojos y limpiar La Plaza, para convertirse en espejo y también para reflejarse en el otro. Para escurrir las verdades no escritas y subvertirlas, para resignificar, para atreverse.

Mi generación era una condenada al desencanto, pero una especie de extraordinario fenómeno la ha convertido en la privilegiada para sumarse a la que viene y marchar.

Por primera vez siento que mi llanto sirve para otra cosa más que regodearse en lo que está sepia. Mi llanto en La Plaza no es para quedarse llorando, sino para tomar otra mano, apretar el puño, caminar, abrazar y hacer de cada lágrima un resonante, fuerte y genuino acto de militancia.

Gracias por eso, Néstor.

Fuerza Cristina, presidenta.

Guillermo Imsteyf