Antevíspera

anécdota ensayo sobre las expectativas en el uso de las palabras

Ella decidió pasar conmigo la antevíspera de su cumpleaños. A causa de mi invitación, eso es cierto. Le propuse merendar y nos fuimos a un sitio que ella sugirió tras hacerme escalar a las corridas los peldaños de un colectivo. Luego nos sumergimos en un cine y allí dentro cruzamos la línea de la medianoche. Cuando salimos, entonces era la antevíspera. Cenamos en una esquina, al aire libre, hablamos de fantasmas y sombras que se aparecen a los pies de la cama. Nos despedimos después de tomar un taxi y compartir un tramo de camino, nos separamos en su puerta. Ya clareaba la mañana.

Semanas después, en un plan similar a aquél que comenzó en merienda y a una hora similar a aquella en la que cenábamos en la esquina, ella deslizó la ubicación calendaria de su cumpleaños. Así supe que aquella primera noche que había decidido pasar conmigo había sido la antevíspera.

Me sorprendí. No sabía si reprocharle no habérmelo dicho o si sólo dejarme conmover por aquél gesto guardado en secreto. Me dijo que no había por qué mencionarlo entonces, no había razón por la cual festejar, veintiocho, dijo, otro año de fracaso.
Sorprendido en falsa escuadra, me apuré a morder algunas palabras torpes, de gentil intención pero tontas. Yo podía considerar a la mía como una vida de fracasos, también. De hecho, en cercanía a esas fechas conmemorativas, esa palabra, fracaso, merodea como un buitre.

Podía identificarme, podía contradecirla y alentarla, podía maullar sílabas golosas, pero cualquiera fuera lo que batiera, lo que sentí fue algo así como enojo.

Un enojo que no podía encauzar en ese momento, pero que lograba manifestarse bajo mi epidermis como una picazón, una alarma, una advertencia: vas a tener que procesar esto después.

En efecto, después de las palabras bobas, del aliento inconsistente, del remedo episcopal; después de subirnos otra vez a un taxi y separarnos en la esquina de su casa, durante uno de esos silencios donde me hablo en voz alta, pude oír lo que me enojaba:

Haber ennegrecido una noche fantástica, eso es, haber convertido una noche fantástica en una noche mundana, egoísta, gris. Haber elegido como epílogo ese sorpresivo manto de pesadumbre con el que asfixió de pronto las sonrisas y el helado. Eso. Pero no por su franqueza, claro que no, ni por elegirme cuenco para su dolor. Sino por haber impedido que la abrazara, porque cuando la toqué detuvo su paso con una excusa sonsa y agria, y me dejó solo. Por haber descripto con su amargura un círculo, y haberme centrifugado hacia el desdén. Su falta de piedad. Porque en ese año de fracaso era que me había conocido. Yo sé que se refería a otras cosas, pero pudo haberlo mencionado o tenido en cuenta para menguar el impacto, para hacer un poco tierna su tristeza. Para hacerla, en definitiva, compartida. Porque sino ¿para qué escupirla?.

Nos separamos. La madrugada olía a un adiós impronunciado.

Pero dos días después me envió un sms.

Guillermo Imsteyf