Sucede

Es una siesta silenciosa, lenta y larga. Posee toda la apariencia de una tarde, pero es una siesta. De tanto en tanto irrita el aire el gozne de una canilla y luego el agua contra el acero, o pasos en el extremo lejano del corredor; ahora el gemido del lavarropas, la tos corta y contenida en la garganta del gato que duerme a mi lado asumiendo tras cada rezongo una nueva postura estrafalaria.

La claridad ha de ser agobiante sobre las calles pero aquí dentro se está bien. Tengo los pies desnudos y frescos, hasta podría decir que un poco fríos.

Mi retazo de cielo tiene forma de rectángulo y está partido a la mitad por el marco interior de las hojas de la puerta ventana.

Hoy el cielo tiene el color con el que lo visten en revistas para niños. Es color celeste. Celeste cielo.

Un colibrí azul de vidrio liviano, y que para mí parece un delfín, pende del límite de un atrapasueños que canta toda vez que alguien encara hacia el patio y enfrenta aquél peculiar desfile de chimeneas.

Han venido a decirme, otra vez, que no hay vuelta atrás. Otra vez. Que no hay nada que hacer. Textuales palabras, tres, cuatro veces. Como si en cada repetición quien lo dice también quisiese abofetearse. Y que ahora le ha regresado la fiebre.

Estas palabras, ejecutadas con la panza y en el centro del espiral de esta siesta eterna, le confieren al tiempo volumen y lo cambian de lugar. Sí, al tiempo, estas palabras, le ha regresado la fiebre y ya no le cesará, lo cambian de lugar, lo llevan a otra parte, le restan una dimensión y lo hacen caer en esta, la dimensión de las formas. El tiempo pasa a tener ancho y largo. Es rectangular, para mí, como el retazo de cielo. Oblongo. Con el ancho suficiente para que uno pueda ver hacia los costados y comprender, mejor dicho amontonar, las cosas que lo rodean. Como por ejemplo a mí, en este tramo, un colibrí que parece delfín, el sonido del agua contra el acero y un gato estrafalario.

Pero no es por ello que esta ocasión resulta peculiar, pues el tiempo suele adquirir formas para representarse ante nuestro espíritu. Tiene especial habilidad para disfrazarse de cuesta o pendiente, según angustia o ansiedad dominen nuestra suma de días o de noches. El tiempo puede ser una cuesta, si uno quisiera que algo sucediese rápidamente, y puede convertirse en pendiente, resbaladiza, cuando uno pretende aferrarse a un momento precioso.

Pero lo curioso y definitivo de este tiempo, rectangular, mucho más largo que ancho, es que no corre ni más ni menos rápido, no se inclina. Permanece horizontal como una plancha, impúdico, indiferente y distraído. Como siempre. Sólo la siesta parece inacabable, pero lo cierto es que si miro el reloj me enteraré de que son casi las seis y este pedazo de día que parece siesta es en realidad una joven y luminosa tarde.

Que luego será ocaso y más adelante noche, y las horas sucederán rodando, ni más veloces ni más perezosas, sólo rodando, como alentadas por un viento aunque obstinado, sutil; por completo ajeno, feliz y tristemente, a la fiebre como a los colibríes.

Guillermo Imsteyf