Palabras como barreras

Cuando todavía tenía un pie puesto en la infancia pero ya había adelantado el otro sobre la adolescencia, una señora que anduvo por mi colegio detectó mi miopía. A partir de ahí supe que veía mal. Tras una serie de doctores y recetas, sobrevinieron los anteojos. Gordos, pesados, reemplazados luego por las prodigiosas lentes blandas. Adminículos todos ellos que sin embargo no lograron disolver el estigma del miope: para mí, el mundo alrededor es una nebulosa, una sola misma con fronteras difusas.

Claro que mi desconfianza me impide considerar a la miopía como la razón de la distancia que sostengo con el mundo perceptible. Mi relación con la realidad es de recelo, nada parece estar verdaderamente puesto allí delante y eso se explica si, para mí, las cosas son como fantasmas y se presentan con la misma nitidez que en los sueños.

Es en este punto donde las palabras abordan la nave de la realidad, pues resulta más probable que en vez de cosas yo vea palabras. Como no puedo terminar de configurar el objeto que se presenta delante de mí, me inclino a articular la palabra que se le asigna. Muchas veces el número de cosas supera al abanico de palabras, es allí donde debo agudizar el ingenio. En caso de no hallar una palabra adecuada, ese pedacito indescifrable de realidad permanece en mi percepción o mi memoria como un símbolo, una mancha de color, una ameba.

Hasta aquí el problema es casi simpático, la verdadera complicación surge cuando no son cosas sino personas las que se me presentan, porque con ellas me sucede exactamente lo mismo. Y no es lo mismo. Nunca termino de ver a las personas, nunca termino de darme cuenta de si están allí, si las estoy soñando o si estoy transitando un pedazo viejo de camino y ellas son un eco en mi habitación, un déjà vu.

Eso es grave. Y es grave porque sabido es que las personas necesitan de la realidad más que de los símbolos; en la rutina y en su fuero más íntimo desean aferrarse a algo que huela, que sea táctil, visible. Esa asincronía dificulta considerablemente cualquier conexión. Los abrazos me salen rotos, por ejemplo, y la mirada furiosa o en zigzag. Las personas son, entonces, cruces de verticales y horizontales entre definiciones confusas y monosílabos anacrónicos, un enigma que perdura, incompleto, en la última página del diario.

Guillermo Imsteyf