Bitácora de Guillermo Imsteyf

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Sin duda existen palabras cuyo significado supera en volumen al propio recipiente.

Quisiera evitar subirme al análisis semiótico porque termina dejándome en una parada muy lejos de casa pero, sintetizando y como ya he manifestado en este mismo espacio: para mí la palabra es una caja. El contenido de esa caja es el significado.

Entonces, lo que digo es que a menudo el contenido supera las dimensiones de la caja. El cartón empieza a engordar, a hincharse, a resquebrajarse, hasta que desborda. El resultado puede ser un enchastre de lágrimas, de poesía, de locura.

Una palabra que resulta paradigma de esta teoría es “adiós”.

Este aparentemente inofensivo quinteto de fonemas constituye un verdadero desafío a la hora de batir la lengua. Pareciera que la campanilla se rebelara ante la posibilidad de oxigenarla y la garganta la retiene en su vientre a tal punto que el aire que la palabra transporta inicia una carrera desesperada hacia el hoyo más cercano, que suelen ser los ojos o la nariz...

“Adiós” admira de soslayo la virtud de la libertina “hola”, que sale y se pasea a cada hora, coquetea con idéntica licencia en supermercados como en chats, en largas disertaciones como en romances furtivos.

“Hola” es facilísima. Pero quien quiera “adiós”, que le cueste.

En “adiós” confluyen sensaciones y elucubraciones tan dispersas como comprometidas, análisis, tristezas, suposiciones, y hay poca boca que aguante. Articular un “adiós” produce dolor de panza, hincha la vista, atora el garguero.

A veces parece mejor dejarla adentro, ni siquiera pensar en ella. El problema es que “adiós” asoma su nariz una y otra vez, al otro lado del cristal en las estaciones de ómnibus o en las salas de espera, en un abrazo, o en una llamada que no se sabe que es la última.

“Adiós” se queda en la calle opuesta a la voz, en la dimensión subvocal del pensamiento y destrabarla requiere habilidad de prestidigitador. Así es como la mayoría de las veces, cuando el “adiós” soporta la sentencia de lo definitivo, las personas prefieren desterrarla a la ignominia, masticarla para sí en algún rincón poco iluminado del alma y aguardar a que sea el tiempo quien, en silencio, se atreva a pronunciarla.

Foto: Íntimo Extraño

Para mí, sin querer, las palabras son como números.

Estoy genéticamente imposibilitado para despejar la “x” en una ecuación y sin darme cuenta concibo al lenguaje como un terreno donde batir mi revancha personal contra las matemáticas. Pero, cuando me largo a tejer palabras, me aventuro a un punto tan complicado que me enredo. Quiero tal precisión que finalmente arrojo palabras como si fuesen resultados o, mejor aún, como si fuesen movidas de ajedrez.

Las arrojo babeadas de raciocinio, desmenuzadas, profundas, agobiadas. Por eso admiro a quienes desperdigan palabras con simplicidad, como si fuesen mariposas o flores, olvidan cualquier anclaje con el símbolo, la rima o la métrica y logran emocionar, conmover, comunicar, aún cuando, finalmente y en el lecho de su letra, subyaga la contundencia del lenguaje.

Para mí, entonces, el acto de escribir importa un significativo consumo de energía extendido en una dilatada porción de tiempo, la incursión a un laberinto cuadriculado, exacto, lógico. Y pierdo. Me pierdo. Quiero expresarme con precisión, con la puntería de un arquero olímpico, quiero escribir como dictado por un metrónomo, quiero hallar la palabra exacta para cada cosa y, en ese afán, hilar una oración puede consumir un milenio.

Cuando el agobio me abate incluso antes de desenvainar, es cuando sobrevienen los fractales; esas piezas de surrealismo que brotan a menudo, esos pedazos de sinsentido alegórico que me abren los poros, que me permiten afirmar rápidamente cuestiones complejas y aunque nadie vea en el fractal una certeza ni una verdad desnuda, ellos me dejan respirar por un rato.

Arrojo un fractal y me quedo mirándolo, al derecho y al revés, preguntándome por qué nacen más fractales que textos sensatos, hasta que descubro la parábola vital: el fractal es el fruto prohibido del idilio que una vez se atrevieron a consumar el azar y las matemáticas.

Allí mi revancha.

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* There is fiction in the space between you and reality.
["Telling stories", Tracy Chapman.]

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Soy Guillermo Imsteyf. Escribo, como para decir algo.

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