Foto: Dailypoetics
Que me gusta escribir, que disfruto hacerlo, que lo necesito, no son sólo afirmaciones que se debaten en mi alma y emergen de mi pensamiento con cierta regularidad, sino que a menudo también son proyecciones que sin querer queriendo y sin decir una palabra, disparo sobre la percepción ajena.
Entonces va siendo tiempo de que me pregunte por qué no escribo más seguido, con mayor disciplina y esmero. Es hora de preguntármelo seriamente e indagar con severidad por la respuesta, porque esto así no puede seguir.
En principio, la producción del texto me provoca ansiedad. Aún cuando tenga los símbolos colocados con mayor o menor orden en mi cabeza, su transferencia al plano del código escrito me angustia un poco, me marea, me estimula en un entusiasmo ensordecedor. Es mucho agua que quiere verterse en un balde demasiado pequeño y no me da tiempo a correrlo de lugar para poner allí un recipiente vacío. El problema es que el agua aquí no representa palabras, sino símbolos, y el símbolo, para convertirse en palabra, ha de recorrer un camino demasiado imbricado.
Por algún motivo, cuando la canilla parece abrirse, el símbolo, al precipitarse hacia el papel o la pantalla, encuentra en su recorrido un nudo, un amortiguador, un cuello de botella. El símbolo permanece un rato en esa oscura sala, aguardando a que se le asigne una palabra. De pronto se da cuenta de que no está solo. Otros símbolos van entrando y tomando asiento a su lado, y resulta que al final de la tarde hay más símbolos en la sala de espera que palabras en el papel.Ahora bien, ¿por qué será que no puedo arrojar las palabras y pierdo tanto tiempo pensando en ellas que abandono el símbolo, y lo dejo añejarse hasta desaparecer?
Este es el núcleo del dilema.