Palabras como cajas


Sentados en un palco de la Ópera de París, a supuesto resguardo de los ojos del fantasma, Cristina Daé se atrevió a decir, presa del rubor y tras besar al vizconde de Chagny: “Si no le amase a usted, no le daría mis labios”.
Si pretendiésemos aplicar hoy esta línea de diálogo en una situación cualquiera de nuestra cotidianidad, más aún, si quisiésemos utilizarla en circunstancias similares a aquella donde la cantante suponía que sólo por besar la boca de Raúl a este no debían quedarle dudas de su amor sincero, seguramente rayaríamos un ridículo espantoso. La razón es sencilla: Gastón Leroux escribió “El fantasma de la Ópera” en 1910.
Podemos suponer que por entonces aquellas palabras describían cabalmente el modo de conducta entre una doncella y un noble muy jóvenes y muy enamorados. Hoy no lo hacen, entre otras razones porque un beso, sea "en los labios", sea apasionado, no constituye un indicio fehaciente de la existencia de un sentimiento conmovedor. Es decir, hoy elegimos distintos gestos y palabras para expresar iguales cosas.
El lenguaje es una herramienta al servicio de la Humanidad y no debe quedarle más remedio que adaptarse continuamente a las necesidades y aptitudes actuales de comunicación. No al revés. El Hombre no debe verse subyugado a los usos que se supone deben dársele al lenguaje.
La razones por las cuales varía el caudal de significados que se vierte en tales o cuales palabras, deben buscarse en el mutable mecanismo histórico por el cual los hombres piensan y sienten de modo distinto y hurgan por nuevas formas para expresar su interioridad y visión del mundo en las diferentes épocas; cambios que le permiten mantenerse en movimiento, constituirse en un ser nuevo cada vez y, además, salvarse de sí mismo.

Guillermo Imsteyf