Si sólo a través del lenguaje es posible comprender el mundo, entonces sonamos... ¿cómo sé yo si el lenguaje no me está vendiendo un buzón?
Veamos, el proceso consiste en:
1) me encuentro con una cosa,
2) le asigno una palabra para poder establecer una relación con ella,
3) luego la palabra suplanta la cosa (la palabra “pan” ya no necesita de su referencia, sobrevive aunque el pan no esté presente).
Esa vinculación (autoimpuesta en principio, luego sólo impuesta) en la que se constituye el lenguaje para con el universo circundante (el físico en primera instancia, luego también el imaginario), sirve para establecer cierto orden y luego también “para publicar lo privado” (
Bertrand Russell dixit): así como encontramos en el lenguaje la manera de ordenar la realidad material (ante nuestro entendimiento, claro), también encontramos en el lenguaje la manera de manifestar nuestro pensamiento.
Pero, a su vez, así como el lenguaje puede suplantar el mundo material, tal como vimos en el ejemplo de los 3 pasos, también hace lo propio con el pensamiento. El lenguaje crea pensamiento: a través de la palabra puedo saber lo que es el pan, aunque este nunca haya estado frente a mí.
Esa dependencia recíproca y a la vez cíclica lenguaje-pensamiento, nos coloca en un lugar de total indefensión: nunca queda del todo claro qué es lo primero, si la cosa o la palabra. No hablemos ya del pan, sino del miedo, por ejemplo. O del hambre, o la muerte.
Hasta aquí, el lenguaje se erige como superpoderoso, imbatible. Un monstruo imposible de controlar y predecir.
Pero el lenguaje es creación nuestra, no hemos de olvidar esa premisa. Es nuestra, en tanto es creación de la Humanidad. Entonces, ¿qué tal si nos apropiásemos del mecanismo mediante el cual el lenguaje se apropia de la realidad?
¿Qué tal si tras haber experimentado tal o cual cosa desagradable, pudiésemos echar mano de esa viscosa promesa que es el lenguaje para malearla desde un símbolo, una sílaba, como si fuese arcilla, y acabar en otra cosa pero bella, elegante, al menos decente, capaz de transmitir la experiencia pero traducida, ribeteada?
¿Qué tal si por medio del lenguaje pudiésemos anticiparnos al estallido del fenómeno, apresarlo en una jaula de palabras, desgranarlo? Entonces tendríamos un fenómeno desnudo, sin secretos, amilanado y a nuestra merced.
Pero no... el lenguaje no sirve para eso. Cuando le conviene, se rezaga el muy cobarde. Es el talón de Aquiles del monstruo.
No hay forma de conjugar los verbos de modo tal que la realidad material quede en orsay.
Hoy, saber lo que significa tal o cual cosa, ponerla entre comillas, labrarla con tipografía elegante, no ofrece la menor utilidad para anticipársele.
Acá sabíamos lo que significaba la palabra “genocidio” antes del ‘76, pero sujetarla entre corchetes y someterla al análisis sintáctico no sirvió de nada para lo que vino después. Y así pasa que, incluso en sitios donde esa palabra no existe, se empecinan en adecuar el plató para representar una película que ya vimos en otro canal.
En
Ruanda no existía esa palabra, “genocidio”, hasta 1994. No existía. No era parte de la realidad. Parecía que no habían tenido siquiera la necesidad de pensarla hasta el día en que decidieron salir a matarse entre ellos. Entonces luego, para capturar en una sola cosa la muerte, la sangre derramada y el desprecio, tosieron la palabra
iftembawoko.
Ahora bien, esa palabra reluciente en el diccionario ruandés, como tantas otras añejas en otros diccionarios, no sirve más que para indicar reglas ortográficas y silábicas aplicables a la relación entre vocales y consonantes, porque si se trata de comprender ciertas realidades y anticiparse a ciertas tragedias innombrables, seguro que la mera palabra resulta por completo inútil.